La cuestión de la soberanía: a propósito de los nacionalismos vasco y catalán

 

Rosa Mª Rodríguez Ladreda

Doctora en Filosofía

Catedrática de Bachillerato

  

A cuenta del postulado de que “la soberanía reside en el pueblo” se ha especulado y se sigue especulando mucho. El alcance de estas especulaciones sería de interés meramente teórico si no fuera porque según como se interpreten  vienen a legitimar ciertos procedimientos de representación política o incluso, como está ocurriendo en nuestro país, la secesión o independencia política como ejercicio de procedimientos democráticos.

 

La perplejidad que provoca en muchos de nosotros tales interpretaciones no se manifiesta en el  consiguiente  esfuerzo de comprensión de lo que está ocurriendo no tanto a nivel fáctico como de las ideas. Porque es en este último ámbito, en el de las ideologías políticas y la influencia que éstas están teniendo en las justificaciones teóricas, donde nos encontramos más confusos.

Por un lado, percibimos la hipóstasis de la ideología democrática. Existe una corriente de exaltación democrática, inducida, sin duda, por algunos grupos políticos, según los cuales el término democracia es un concepto comodín, en virtud del cual se resuelven todos los conflictos y se explican todas las cosas, como si la democracia fuese un ente o cosa. En la historia de la filosofía occidental, han sido frecuentes estos procesos de hipóstasis, es decir  de elevación a la categoría ontológica, de lo que no son más que procedimientos o métodos de resolución de problemas. Y ahora toca la sublimación de la democracia como ente último, desde el cual se explica la ciencia, la verdad, el conocimiento, los conflictos de intereses nacionales e internacionales, etc.

 

La democracia es un sistema de organización política que puede tomar distintas formas pero que en todas ellas lo esencial es que  existen procedimientos de organización del gobierno de lo público y común, de modo que los que gobiernan representan y tienen que dar cuenta ante la totalidad de la comunidad política. Esto se resume con el principio de que  “la soberanía reside en el pueblo”. En realidad esta formulación es ya anacrónica y corresponde a la etapa  de surgimiento de los estados modernos y a su peculiar estructura social. Una puesta al día de este principio nos obliga a repensar ambos conceptos, el de soberanía y el de pueblo.

Recordemos, en primer lugar, el contexto social y político de la génesis del estado moderno y en segundo lugar los conceptos de soberanía y pueblo, vinculados al mismo y también en su deriva actual.

 

La génesis histórica de los estados nación estuvo en relación  con el absolutismo monárquico. Es sabido que la unidad del estado moderno se creó a partir de los feudos y pequeños reinos medievales, unificándose muchos de estos bajo la unidad política de un reino, por medio de las fórmulas propias de las monarquías, alianzas matrimoniales y conflictos bélicos de lucha por el poder. Estas unificaciones respondían en muchos casos a la satisfacción de intereses comunes y a la defensa de un territorio común.

 

En este proceso, la nobleza y el clero, clases próximas al monarca, provinientes del feudalismo, conservaron su hegemonía en todos los ámbitos, económico, social y político durante mucho tiempo, hasta bien entrado el siglo XIX.  La génesis histórica del  pueblo como tercer estamento fue paralela a la del estado-moderno, y su crecimiento en tamaño e importancia como clase iría en relación inversa de los otros dos estamentos. El concepto de pueblo surge, por tanto,  relativo  a los derechos políticos de una  clase social,  diferenciada respecto de la nobleza y el clero.

 

En cambio, la génesis teórica de la democracia política surge cuando las teorías contractualistas desarrollan el concepto de sociedad civil como totalidad política soberana.  En la teoría política moderna se gestan dos principios de soberanía de naturaleza diferente, incluso contradictorios; pero, por otra parte, absolutamente necesarios para constituir tanto fáctica como teóricamente   el cuerpo político: el principio llamado liberal o contractual que se articula por medio del procedimiento del sufragio universal y el principio estamental o corporativo: estamentos, clases, pueblos, naciones, partidos políticos.

 

Según el principio contractual la soberanía descansa en el sujeto individual. Por medio del contrato se constituye el cuerpo político y el ente social. La constitución del cuerpo social y político que tiene lugar por medio del contrato, según Hobbes, supone una cesión de libertad y la pérdida de una parte de  la soberanía individual.   En este punto, el pensamiento de Hobbes es deudor de su tiempo, y por tanto del apogeo de las monarquías autoritarias del siglo XVI,  interpreta al soberano de forma personalista; como poder constituido el soberano es la persona titular de la soberanía, que en el caso de la monarquía es el rey. El poder constituyente, el soberano individual deja de serlo definitivamente después del contrato. La teoría hobbesiana, aún próxima, cronológicamente, a la constitución de los estados modernos   plantea la constitución simultánea del cuerpo social y político; si se disuelve el cuerpo político se disuelve también la sociedad civil. Esto significa que  Hobbes proponía una teoría que pretendía explicar la constitución del estado y de la soberanía nacional más que el origen democrático del poder, aunque también.  El hecho de que se constituyan a la vez la sociedad civil y el estado hace a esta teoría aún insuficiente como teoría democrática. Como teoría explicativa del origen del estado-nación combina el convencionalismo y el naturalismo. La soberanía antes del pacto es individual y después del pacto es colectiva, aunque representada de modo personal. En el estado natural no había sociedad sino que el  estado de soberanía era de libertad individual absoluta pero de inseguridad física, de guerra de todos contra todos. Esta razón natural es la que justifica la renuncia libre y voluntaria  a la soberanía personal y la falta de libertad individual que supone la constitución del cuerpo social y político en Hobbes.

El principio contractual en las teorías de Locke y Rousseau, en cambio, suponen un estado de naturaleza que ya es social, luego la sociedad civil preexiste al contrato. Los individuos que aún viven en ese estado tienen libertad y soberanía plena y esa  soberanía no se pierde ni delega jamás, un contrato que supusiera tal cosa sería ilegítimo. Cuando asienten al pacto constituyente, asienten a la creación de la sociedad política de tal modo que no suponga ninguna merma de su soberanía. El pacto social en estos autores, aunque en mayor grado en Rousseau, viene a explicar la constitución de un gobierno democrático del estado más que la constitución misma del estado; no en vano, corresponden a una época más madura de la constitución de los estados europeos.

 

El principio corporativo, viene a explicar que la soberanía y la libertad no es individual sino colectiva. Este principio se desarrolla sobre todo en la filosofía del derecho del siglo XIX. Fue Hegel el autor que más insistió en esta perspectiva, hasta el punto de que entendió a los individuos como instrumentos de realización de la Idea, de la Historia universal o del Estado. Se aparcó el tema de la soberanía y libertad individuales y se centró todo el interés político en la totalidad social, del Estado o de la clase social. La primacía del principio corporativo, según el cual los seres humanos forman parte de estamentos o clases sociales condujo a la filosofía política europea de los dos últimos siglos a abandonar el interés por la democracia, al descalificarla con los apelativos de “liberal” y “burguesa” y a orientar las preocupaciones filosóficas por la lucha de clases y por las totalidades sociales.

 

La crítica del marxismo hacia el Estado y la democracia sobre la base del concepto de clase prendió bien en el proceso de globalización del capitalismo. El internacionalismo proletario chocaba con los límites del estado nación y la llamada a la revolución y a la lucha de clases chocaba con las exigencias formales de la democracia llamada “burguesa”.

 Aunque de forma tácita  las teorías de la democracia hoy pugnan aún por aclarar cuáles son los principios que deben primar, si el principio contractual o también llamado liberal que hace descansar la soberanía política en el sujeto individual o si debe hacerlo el principio corporativo o social, según el cual la soberanía descansa en el pueblo, estado, partido político u opinión pública  como totalidad social. La primacía de uno u otro principio demarca las tendencias políticas hacia el liberalismo o la socialdemocracia.

 

Es evidente que el principio llamado liberal es el principio absolutamente imprescindible de la democracia mientras que el principio corporativo hay que definir sus límites y ser cauteloso en su aplicación si queremos evitar caer en alguna clase de  totalitarismo. Sin embargo, no es menos cierto que el principio liberal es el principio último de legitimación de la ordenación del estado, como cosa pública, y ente social que es. No en vano ambos principios  colaboran en el ordenamiento democrático de un estado.

 

En este sentido, la tesis de que “la soberanía reside en el pueblo” que es la proclama democrática por excelencia, como hemos comentado, está llena de reminiscencias de la situación estamental del siglo XVIII en Francia y pone el acento en la totalidad social. Después, las denominaciones de democracia popular o “República de trabajadores” seguirían interpretando el cuerpo político de  manera fraccionada. Pero cuando usamos hoy este principio como hace nuestra Constitución democrática, no podemos usarlo ya en ese sentido, sino  que por “pueblo” entendemos  “toda la ciudadanía de una nación”.

 

Resulta chocante que a estas alturas de los tiempos, aún después de tanta historia, sigamos dando vueltas a problemas de filosofía política que se plantearon y también nos dieron los instrumentos para resolverlos los contractualistas clásicos, Hobbes, Locke y Rousseau. A decir verdad, pese a las aportaciones  más recientes en filosofía política, dado que en España los problemas que se nos plantean son de nuevo primitivos, hemos de volver también a los orígenes teóricos.

 

Voy a hacer una lectura del tema de la soberanía en la Constitución española, a propósito de las reclamaciones de independencia que están planteando algunas comunidades autónomas, de forma explícita  como el plan Ibarretxe  o implícita como los partidos políticos catalanes. Se trata de un problema viejo en la historia de la corta vida de la constitución democrática española, que consiste en los persistentes ataques a la delgada unidad del Estado español. La novedad del problema ha tomado cuerpo porque ante  el órdago lanzado por Ibarretxe al estado español, se han empezado a oír voces a favor de una reforma constitucional que permita no sólo aumentar el poder de algunas autonomías del Estado español sino incluso aprobar el plan Ibarretxe que proclama la independencia del País vasco. Se han oído voces en dos sentidos, desde los que opinan que se puede legitimar tal plan sin pasar por ninguna reforma constitucional y por tanto sin los correspondientes trámites de aprobación en Las Cortes Generales, hasta los que afirman que sería necesaria una reforma de la Constitución.

 

Entiendo que lo primero no se puede hacer, como no sea con fraude de ley pero lo segundo tampoco. Es decir, aprobar por los trámites propios de una reforma constitucional una renuncia a la soberanía es algo que va allá de los límites de la propia Constitución.

 

En el caso que nos ocupa de respecto de la soberanía del pueblo español, lo que se define en la constitución española  es el modo de ejercer esa soberanía, un modo democrático y no autoritario de organizarse jurídica y políticamente el cuerpo político del estado español, pero no se constituye la nación española o el pueblo español como sociedad civil o poder constituyente. Estos son previos a la constitución democrática del estado español, por medio de cuya Constitución  se reconocen una serie de derechos individuales y colectivos. La nación española se organiza como “poder constituido”,por medio de un estatuto jurídico y político, que es la Constitución española;  puede modificar dicho estatuto político pero no puede disolverse como sociedad civil, como poder constituyente, es decir como nación española o como pueblo español.

 

Si interpretamos la soberanía en los términos de Locke o de Rousseau,  al disolverse el estado como sociedad política persiste la sociedad civil como poder soberano. La soberanía reside siempre en el pueblo y éste se da una ley u otra pero no se disuelve como pueblo soberano, o como sociedad civil, pues como hemos expuesto más arriba la sociedad civil y política no se constituyen ni se disuelven simultáneamente por el mismo acto. Se puede disolver la sociedad política pero no la sociedad civil, en la cual reside siempre la soberanía de forma inalienable.

 

El pueblo español en la constitución se da un ordenamiento jurídico-político pero no se constituye como soberano, por eso no puede renunciar a la soberanía a través de ninguna reforma legislativa.  Ninguna reforma constitucional puede disolver o suponer ninguna renuncia ni entera ni parcial de la soberanía pues supondría la enajenación de una parte del territorio nacional, que es propiedad común del  conjunto del pueblo español, como soberano. Esa indisolubilidad de la unidad territorial del estado justifica la existencia de cuerpos de defensa territorial y personal, lo que explica que la defensa de la soberanía de un estado sobre un territorio necesita en último término de la fuerza. El mero principio democrático de autonomía legislativa es totalmente insuficiente  e ilegítimo para transformar unas condiciones que son fácticas y anteriores a la propia Constitución.

 

Se trata por tanto, de dos órdenes o categorías lógicas distintas, una la de la facticidad, que corresponde a la existencia de estados que se reparten el territorio del mundo  y otra la de la validez del ordenamiento jurídico-político por el cual se distribuyen entre sí los ciudadanos de cada estado los derechos y deberes sobre dicho territorio. La primera categoría corresponde a la relación entre los distintos estados cuya situación de equilibrio  han decidido la fuerza y la confluencia de intereses.  La segunda categoría, la de la validez jurídica democrática, corresponde a la ordenación interna de cada estado. Dado que un estado es un ente social con un patrimonio y un territorio común que administrar conjuntamente necesita darse un ordenamiento jurídico y político. Utilizar dicho ordenamiento de funcionamiento interno de un estado para dar lugar a un nuevo estado es totalmente ilegítimo. La Constitución es un estatuto que rige el funcionamiento del estado sobre la base de su integridad territorial y de la soberanía inalienable del pueblo español sobre dicho territorio, que no puede ser utilizado para su destrucción.

 

 Se interpreta con frecuencia la soberanía como autonomía política es decir como ejercicio del derecho natural de darse a sí mismo la ley, pero ese es un principio que rige la forma de gobierno democrática dentro de un estado, pero no permite dirimir litigios territoriales entre estados ni arrebatar para unos pocos individuos lo que es propiedad compartida de otros muchos. Un estado soberano puede ser democrático o no serlo, puede tomar distintas formas de autogobierno, pero en cualquier caso  el acto por el cual un conjunto de personas se constituye en estado es distinto de aquel  por el que se da un tipo de constitución  u otra. El soberano como  ente colectivo debe regularse por el principio democrático  de autonomía legislativa, pero estos principios no delimitan la pertenencia de cada individuo  a dicho ente colectivo, salvo que utilicemos la teoría de Hobbes. Según esta versión del contractualismo, el contrato permite explicar la fundación simultánea de la  sociedad civil  y política y por tanto el contrato explica la constitución misma del ente social, pero por la misma razón no es una teoría que permita explicar el funcionamiento democrático del recambio del poder, y por ello, la soberanía del ente social es indivisible, inalienable e irrevocable,  una vez constituido el contrato.

 

La independencia política no es algo que se pueda decidir por medio de una reforma constitucional, ni por medio de ninguna clase de mayoría pues infringe derechos de soberanía que están más allá de la constitución. Supone un acto de enajenación de la soberanía que tiene cada ciudadano del pueblo español o de la nación española. Como miembro de la sociedad civil cada ciudadano es soberano antes de refrendar la constitución y también después, pero sus derechos de soberanía son anteriores a la propia constitución y no se disuelven con ella, porque como hemos explicado, según la concepción de soberanía democrática, como muy bien vieron  Locke y Rousseau, la sociedad política puede disolverse o constituirse pero la soberanía no reside en el estado ni se agota en sus procedimientos de representación, sino que subsiste en el soberano, que según  nuestra Constitución es el pueblo o nación española.

 

Leemos en el preámbulo de la misma: “la Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de....” “garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución...”... y “consolidar un “Estado de Derecho” que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”..y “Proteger a todos los españoles y pueblos de España”....

 

Como acabamos de leer el soberano es anterior ontológicamente a la propia constitución, pues se da a sí mismo una Constitución democrática. Luego si el soberano es anterior a la propia Constitución, no se puede por medio de una reforma constitucional enajenar la soberanía del pueblo español, pues no es ésta un acto constitucional.

 

La soberanía de la nación española es una realidad metaconstitucional, previa a la propia Constitución y que, por tanto, no puede anularse o destruirse por un acto legislativo de carácter formal y menos aún aprobado por  mayoría pues supondría la enajenación de bienes y derechos que tiene  cada uno de los ciudadanos del pueblo español. Requeriría, al menos, la unanimidad de todos los ciudadanos que constituyen la nación española. Las mayorías no pueden enajenar  derechos inalienables de los individuos. 

 

Las interpretaciones del concepto de soberanía en términos del principio democrático del sufragio mayoritario o del principio de autonomía legislativa como  se están dando en nuestro país olvida por un lado que la soberanía es a la vez individual y a la vez colectiva, y por otro la fuerte relación existente entre dicho concepto y el de territorio. El concepto de  soberanía no representa tanto el derecho de dominio sobre otros hombres sino sobre un territorio. El concepto de nación o pueblo como conceptos políticos representa que una totalidad de individuos que viven en un territorio se pone de acuerdo sobre  cómo vivir en él y crea procedimientos fácticos,   para defenderlo y disfrutarlo. Para ello el ejército tiene la  misión de la defensa de la integridad territorial con lo cual protege también el ejercicio de derechos como el de  libre circulación de las personas y mercancías, derecho al trabajo, a ocupar cargos públicos y todos los demás derechos que un ciudadano español puede llevar a cabo en todo el territorio nacional.

 

 La soberanía nacional en su vinculación con el territorio es similar a un título de propiedad de la tierra o de cualquier otro bien inmueble. Un conjunto de vecinos que tiene una propiedad en división horizontal y que comparte espacios comunes no puede tomar por mayoría decisiones que supongan la enajenación de ninguna parte de la finca que comparten. Por mayoría  pueden decidir, por ejemplo,   mantener el edificio en buen estado pero no  pueden enajenar ningún  trozo del solar, para ello sería necesaria la unanimidad de todos los propietarios. El territorio nacional, en este sentido,  es una propiedad colectiva sobre la que todos los ciudadanos del estado español tienen los derechos que  se estipulan en la Constitución.

 

Del mismo modo que el reglamento de funcionamiento de la comunidad de vecinos puede establecer derechos y deberes para el uso y  disfrute de dicha propiedad en común, pero no puede enajenar ciertos derechos fundamentales, así la Constitución establece los derechos y deberes del uso y disfrute de esa propiedad común que es el territorio nacional pero no puede enajenar la soberanía de los españoles sobre la integridad del territorio nacional.

 

El pueblo español y la nación española tienen una realidad ontológica plural,  resultado  histórico de una conjunción de intereses de los distintos reinos cristianos desde la Edad Media, que dio lugar a la aparición de un estado-nación, a partir del siglo XVI. No es el resultado de la dominación de un reino sobre los otros sino el resultado de una suma de esfuerzos, e intereses, no exentos de conflictos. Pero, en cualquier caso, el Estado español no es un ente ajeno, distinto, que domina o gobierna desde fuera a  Cataluña o el País Vasco, es un estado constituido por esos territorios y otros, que tienen también sus peculiaridades e identidades culturales. El legislativo del Estado español está constituido por  representantes de todos sus territorios y el ejecutivo, formado también por ciudadanos de todos ellos gobierna sobre todos esos territorios para garantizar   los derechos comunes a todos los ciudadanos del territorio nacional. No es necesario recordar que en el corto cuarto de siglo de Constitución democrática en nuestro país no se han garantizado desde el gobierno central los derechos constitucionales de los ciudadanos españoles en Cataluña y el País Vasco mientras que los ciudadanos de estos territorios sí han disfrutado de los derechos constitucionales en el resto del Estado.

El Estado español, por tanto, como  suma de partes, es un todo, en el cual han circulado los ciudadanos desde hace siglos con tal fluidez que sería difícil precisar qué es lo que constituye “el pueblo vasco” o “el pueblo catalán”, sin aceptar la inevitable promiscuidad subyacente a dichos conceptos y a otros como “asturianos”, “valencianos” o “andaluces”.